Sobran los motivos, por: Jordy R. Abraham.
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Dentro de un régimen de Estado republicano, el acontecimiento democrático que despierta mayor grado de expectativa es la toma de posesión del presidente constitucional, que se da cada seis años en nuestro país. Es tan relevante el suceso en el marco histórico de la vida nacional que incluso se considera día de asueto oficial. La atención se centra en el inicio de una naciente administración del poder ejecutivo federal. Sin duda alguna, la responsabilidad depositada en un solo individuo es de significativa trascendencia en las naciones presidencialistas, como es el caso de México. Cada sexenio, resurge la esperanza que llama hacia el progreso, el desarrollo ansiado y la resolución de las problemáticas que lesionan a la población. Si bien este tipo de expectativa siempre ha estado presente de forma natural, se percibe un deseo de cambio justificado entre los ciudadanos nacionales.
A pesar de los innegables esfuerzos desplegados en materia de seguridad, asistencia social y democratización, los resultados no dejan satisfechos a un rubro numeroso de la comunidad, lo cual se ve reflejado en el rechazo hacia la clase política tradicional. De este modo, un proyecto gubernamental con aires de frescura y con aspiraciones de transformación, ocupará el mando del aparato federal estatal a partir del primero de diciembre. Esta es una tendencia observada a nivel global como un fenómeno insoslayable: el triunfo de Trump siendo una celebridad mediática sin experiencia en cargos públicos o el ascenso de Macron en Francia con un partido movimiento de reciente fundación, por citar ejemplos.
Ante la promesa de cambios sustanciales en el modo de hacer política, la ilusión se hace presente entre los electores. No obstante, el servicio público efectivo no se construye con palabras sino a través de acciones. Habrá que dar puntual seguimiento a las decisiones de gobierno que despliegue la nueva administración a partir del primer día de su encargo constitucional. Aquí se vuelve oportuno señalar que, desde el primer instante como presidente en funciones, López Obrador deberá asumir la responsabilidad de fungir como jefe de Estado y jefe de gobierno a la par.
En su faceta de jefe de Estado, el presidente detentará su investidura con el propósito de generar cohesión en el país. Con mesura y sensatez, deberá escuchar las voces plurales propias de una democracia. Su relación con las fuerzas políticas de oposición, así como con los poderes fácticos, requerirá procurar la conciliación y el respeto hacia el derecho legítimo a disentir.
A su vez, como jefe de gobierno, se vuelve indispensable apegarse a una agenda congruente con sus propuestas de campaña, asegurando que el conjunto de medidas programáticas sea útil para el bien común de la nación. Sin embargo, es válido hacer ajustes oportunos sobre la marcha, respondiendo a eventualidades que se presenten a lo largo del camino. Nuevamente, la agenda legislativa y las políticas públicas exigen ser verosímiles y equilibradas para lograr sus cometidos.
Claro está, la democracia no es auténtica sin la participación permanente de quienes la integran. Los procesos electorales son fundamentales, pero es menester que la ciudadanía se involucre en el acontecer de la vida pública de modo permanente. La iniciativa privada, la sociedad civil organizada y la población en general, deben estar al pendiente de la conducción de los gobiernos, para pedir rendición de cuentas, pero también para colaborar en el plan de desarrollo imprescindible para conseguir transformaciones sustentables. En este sentido, a partir del primero de diciembre iniciamos un reto compartido. La patria somos todos.