Por Pascal Beltrán del Río
Una de las razones por las que la gente se ha alejado de la política es porque percibe que l
os políticos rara vez buscan la verdad y el beneficio de los gobernados, sino simplemente buscan el poder. Para lograrlo, muchos mienten, se corrompen y corrompen a otros, lo que ha dado lugar a que se asiente entre la ciudadanía la impresión de que, a final de cuentas, todos los políticos son iguales.
Ésta es una conclusión peligrosa porque aleja a los votantes independientes de las urnas y deja el proceso político en manos de los simpatizantes duros de los partidos, aquellos que sacan ganancias personales o grupales de la conquista del poder.
Y, en algunos casos, hace que se encumbren figuras completamente cínicas, pues la gente concluye que, dado que todos son unos bandidos, más vale elegir a uno que sea simpático u ofrezca soluciones rápidas y sencillas a los problemas.
La corrupción y, en general, la deshonestidad no son propiedad de un partido político determinado. Si uno revisa la historia del país verá que ambas son una constante en nuestra vida pública desde los remotos tiempos de la Colonia.
Ya he contado que cuando el rey Carlos III envió aquí al visitador José de Gálvez y Gallardo en 1765, éste descubrió que la Nueva España era un nido de corrupción, administrada por personajes cuyo único propósito era enriquecerse.
No sé si el fenómeno existía en el México precolombino, pues muchos de los códices que describían la vida de entonces fueron destruidos, pero está documentado que ha sido una constante a lo largo de la vida independiente del país.
En 1839, Antonio Madrid, presidente del Congreso, se preguntaba qué caso tenía cobrar impuestos “mientras subsistan los abusos que absorben y consumen los caudales de la Nación”.
Durante el Porfiriato, el soborno de los funcionarios públicos fue tolerado al punto de considerársele necesario para la estabilidad del país, como describe el especialista Renato Busquets en su ensayo Factores que propiciaron la corrupción en México. Un análisis del soborno a nivel estatal (2003).
Luego vino la Revolución, con sus cañonazos de 50 mil pesos, y el régimen nacido de ella, que hizo del patrimonialismo una forma de ser.
La corrupción en México, que muchos quieren atribuir al PRI, sí fue perfeccionada por éste, pero no desapareció con su caída de la Presidencia de la República en 2000. Ha sido continuada por la partidocracia que se ha repartido los principales cargos de elección en el último cuarto de siglo.
De ahí que la deshonestidad en el ejercicio del servicio público no es hoy un fenómeno exclusivo de un partido. Pero eso tampoco quiere decir que no se pueda acabar con ella.
Los remedios a esta patología colectiva —como la ha caracterizado otro especialista en el tema, el doctor Edmundo González Llaca— deben ser varios, pero uno de ellos, sin duda, es la conducta individual.
Como Alejandro Magno, que se descamisó para mostrar sus cicatrices a los soldados amotinados que querían que se pagaran con el botín de guerra los sacrificios en el campo de batalla, hay funcionarios que han dado ejemplo de honestidad.
Podría citar varios casos, pero hablaré de uno, cuyo nombre me abstengo de mencionar.
Hace años que me hice amigo de un político, a quien, por eso mismo, nunca he usado como fuente (los periodistas debemos distinguir una cosa de otra).
Dicho político fue un importante subsecretario de Estado y representó al país en el exterior. Hoy está sin pensión porque repartió sus años de servicio público entre el gobierno federal y el del estado del que es originario. Una interpretación de la ley lo ha dejado sin ingresos para enfrentar su vejez.
A diferencia de otros políticos, que exigen que se les reconozca una honestidad que a nadie consta —especialmente porque, en 2018, ésa será una de las banderas a enarbolar—, este hombre, mi amigo, no anda presumiendo nada y sale adelante económicamente como puede.
Al final él habrá vencido porque predica con el ejemplo y nos ayuda a todos a no dejarnos derrotar por el escepticismo. Y porque, como decía Erasmo de Rotterdam en La educación del príncipe cristiano (1516), fue “menos corrupto y menos avaro que ellos”, los de su especie.