Juegos de poder, por: Leo Zuckermann.
@leozuckermann
Las alarmas ya se encendieron en el
tricolor. No se trata de salvar la campaña de Meade, que ya es insalvable. Se
trata de rescatar a lo que quede del partido. El Presidente, gobernadores,
líderes de las bancadas legislativas y dirigentes de los grupos políticos
afiliados lo saben.
A estas alturas de la contienda, queda
claro que la arriesgada jugada de poner a un no-priista como candidato priista
a la Presidencia no funcionó. El día de su destape, José Antonio Meade le
solicitó a los miembros del PRI que lo hicieran suyo. Desde entonces fue
evidente que el candidato tendría un enorme problema para ganar. Como dijimos
en ese momento, para ganar, Meade necesitaba el voto duro del PRI más el voto
de indecisos, ciudadanos sin identificación partidista e incluso algunos de
otros partidos como el PAN. Los priistas tendrían que verlo como uno de los
suyos, aunque fuera externo. Los otros votantes tendrían que verlo como un
externo, aunque fuera el candidato del PRI. No estaba nada sencillo. Corría el
riesgo de que sucediera lo contrario: que los priistas lo acabaran viendo como
externo y los externos como priista. Es, me parece, lo que está ocurriendo: ni
el PRI ni el no-PRI lo hicieron suyo. El peor de los mundos.
Así lo demuestran las encuestas. Desde
su destape en noviembre, Meade no ha salido del tercer lugar en la gran mayoría
de las encuestas en vivienda. En el Modelo Poll of Polls de oraculus.mx,
actualizado con la encuesta que publicó esta semana Reforma, el candidato del
PRI tiene el 20% de las intenciones de voto efectivas (descontando la no
respuesta a la pregunta electoral). Está a nueve puntos porcentuales de Anaya
(quien cuenta con el 29% de las preferencias) y a 24 de López Obrador (44%). A
dos meses de que se lleve a cabo la elección, es prácticamente imposible que
rebase a ambos. El modelo de predicción de oraculus.mx le da un 1% de
probabilidad de ganar si las elecciones fueran hoy.
El PRI es un partido diseñado para
ganar. Lo trae en su ADN. Surgió para poner de acuerdo a los caciques de la
Revolución Mexicana y pacificar, así, el país. Luego se transformó en un
partido de masas organizado corporativamente. Era el brazo electoral del
gobierno cuyo objetivo era legitimar al régimen político nacido de las cenizas
de la Revolución.
Desde 1929, el PRI siempre ganó las
elecciones presidenciales hasta el año 2000 en que finalmente perdió.
Sobrevivió a esta derrota porque todavía tenía mucho poder en los estados.
Desde ahí, con una asociación de gobernadores, el PRI recuperó su capacidad de
ganar elecciones. No es gratuito que en 2012 haya recuperado la Presidencia con
un candidato que había sido el gobernador del estado más poblado del país.
Peña es el hijo de ese nuevo partido y
nieto del viejo. Durante su sexenio, recuperó los usos, costumbres y liturgias del
pasado. Pero ese PRI era un partido diseñado para la victoria, no para la
derrota.
Ya desde 2016 se visualizaba que tendría
grandes dificultades para ganar la Presidencia en 2018. Desde entonces era una
pésima marca: el partido más identificado con la corrupción cuando este tema
era el que más indignaba al electorado. De ahí que Peña haya decidido poner
como candidato presidencial a un no-priista. La apuesta era que el candidato
pesaría más que la marca. No ha sido el caso. Meade no pegó. Al revés: el
candidato, de inmediato, heredó la mala fama del PRI y del gobierno de Peña.
Una verdadera lápida que lo condenó al tercer lugar.
Los priistas ya se dieron cuenta del
desastre electoral que viene para ellos en las elecciones de julio. No sólo
podrían perder la Presidencia, sino quedar con muy pocos gobernadores,
senadores y diputados federales. Amén de que, si gana López Obrador, el nuevo
Presidente tratará de llevarse a su campo a todos los priistas que se dejen.
Así lo hizo la izquierda en 1997 cuando ganó la Ciudad de México: vació al PRI;
hoy ese partido prácticamente no existe en la capital. Lo mismo ocurrirá, sólo
que a nivel nacional.
Las alarmas ya se encendieron en el
tricolor. No se trata de salvar la campaña de Meade, que ya es insalvable. Se
trata de rescatar a lo que quede del partido. El Presidente, gobernadores,
líderes de las bancadas legislativas y dirigentes de los grupos políticos
afiliados lo saben. Son políticos con capacidad de olfatear la derrota. En los
próximos días tendrán que tomar decisiones de qué hacer para minimizar el
impacto de ésta. Por lo pronto, el presidente Peña ya removió a Enrique Ochoa
como dirigente nacional del PRI. En su lugar quedará René Juárez, destacado
miembro del club de ex gobernadores priistas que hicieron posible que el PRI
regresara a la Presidencia. Con esta decisión pierde el candidato Meade y el
grupo político que lo apoya (los tecnócratas peñistas liderados por Luis
Videgaray). Ganan los operadores políticos veteranos del PRI quienes tratarán
de salvar lo que se pueda desde los estados.