Por Leo Zuckermann / Twitter: @leozuckermann
Cayo Licinio Verres, quien fue nombrado por Roma como pretor de la provincia de Sicilia, era un tirano que abusaba de su autoridad en una isla muy importante…
Cuando Roma era todavía una República, uno de los problemas que tenía era la administración de las provincias que había conquistado. Por un lado, usaban estos territorios para enriquecer al gobernador que enviaban y, por el otro, procuraban que hubiera un buen gobierno con el fin de evitar rebeliones. Como los dos objetivos eran de alguna manera contradictorios, a menudo las altas autoridades romanas se veían forzadas a intervenir para resolver los conflictos de las distintas provincias.
El problema era estructural. Cada año, la Asamblea del pueblo romano elegía dos cónsules, los magistrados de mayor jerarquía del Estado. Los candidatos gastaban enormes fortunas para ganar el voto popular. Los ganadores servían un año. Posteriormente se les nombraba procónsules en algunas de las provincias controladas por la República. La tradición era que, en el año que servían, fuera como gobernadores, los excónsules pillaban todo lo que podían, de tal suerte que pudieran pagar sus deudas. Muchos aprovechaban para capitalizarse al futuro, regresando a Roma muy ricos después de servir en el exterior.
La ley romana, sin embargo, también protegía a las provincias de los malos gobiernos. Si bien existía una regla no escrita que le permitía robar al procónsul, también se esperaba cierto recato para no acabar quebrando a toda una región. Era, desde luego, un equilibrio difícil.
Los procónsules que se extralimitaban podían acabar siendo enjuiciados. Fue el caso de Cayo Licinio Verres, quien fue nombrado por Roma como pretor de la provincia de Sicilia. Era un tirano que abusaba de su autoridad en una isla muy importante para la República por su gran producción de trigo. El caso es que un grupo de sicilianos viajó a Roma y contrató al joven abogado Marco Tulio Cicerón para demandar a Verres por sus múltiples abusos. El Tribunal formó un jurado conformado por senadores y el acusado contrató al mejor abogado de ese momento para defenderlo: Quinto Hortensio Hórtalo.
El juicio se llevó a cabo en el año 70 a. C. Cicerón acusó a Verres de “muchas arbitrariedades y muchas crueldades contra ciudadanos romanos y aliados y muchos sacrilegios contra los dioses y los hombres”. Se había “llevado ilegalmente de Sicilia cuarenta millones de sestercios”. Cicerón no sólo pidió la restitución de los bienes que se había robado Verres sino su castigo por los sacrilegios que cometió en los templos religiosos de Sicilia.
Con la estupenda retórica que caracterizaba a Cicerón, así presentó su caso: “En verdad hemos traído ante vuestro Tribunal, no a un ladrón, sino a un saqueador, no a un adúltero, sino a un salteador del pudor, no a un sacrílego, sino a un enemigo de lo sagrado y de todo lo que sea religión, no a un asesino profesional, sino al más cruel carnicero de ciudadanos y aliados; de forma que, a mi parecer, no ha habido, desde que los hombres pueden recordar, otro reo de tales características a quien hubiera que condenar”.
Fue tan contundente el caso presentado por Cicerón, y su impecable oratoria, que Hortensio enmudeció y le recomendó a su cliente exiliarse de Roma. Eso hizo Verres quien, con todo y su fortuna, se fue a vivir a Massilia, hoy Marsella. Los sicilianos, sin embargo, quedaron satisfechos al haberse quitado el yugo del tirano enviado por Roma. Cicerón, por su parte, se apuntó un gran triunfo en su carrera que, eventualmente, lo llevaría a convertirse en cónsul y, después, en procónsul en una pequeña provincia localizada en Asia Menor llamada Cilicia. Ahí se comportó de manera recta pero, de acuerdo con la costumbre romana, despojó lo suficiente para pagar sus deudas.
Más de dos mil años después, en un país lejano llamado México, muchas de sus provincias, llamadas estados, se encuentran gobernadas por Verres de nuestra época. Gobernadores elegidos por el pueblo —a diferencia de los designados por Roma— que llegan al poder para pagar enormes deudas que han contraído para ganar su elección. A la sociedad le roban miles de millones de pesos y a sus aliados les pagan con todo tipo de favores: contratos, puestos, concesiones, notarías, etcétera. Sus abusos y arbitrariedades no conocen límite alguno. Son sátrapas contemporáneos que no le rinden cuentas a nadie. Y las autoridades nacionales no hacen nada para ponerles un hasta aquí. Nadie puede ir a quejarse a Roma porque en el gobierno federal de la Ciudad de México hay un Presidente que los ha tolerado vergonzosamente. Ahora, cuando la podredumbre ha salido a la luz pública y los ciudadanos están indignados, Peña pretende convertirse en Cicerón. Me temo que ya es tarde.