Por: Uuc-kib Espadas Ancona.
El
amplio descontento social con el estado de cosas del país, que se focaliza en
los políticos y la política, estalla en eventos de distinto tipo y muy
diferente alcance. En los últimos días, un grupo de enfurecidos vecinos de
Celestún irrumpió en el palacio municipal y jaloneo al alcalde, acusándolo de
faltas en su función; en Cancún, una turba linchó sin éxito -mal mató, se decía
en yucateco clásico- a un ex-soviético (no se sabe si ruso o ucraniano) psicótico
que se grababa insultando y empujando gente por la calle, para luego subir los
videos a las redes. El nutriente básico de estos eventos es una larga y honda
insatisfacción con las condiciones sociales y económicas en las que las
personas se ven obligadas a vivir. El común denominador de éstas es la
precariedad material, con la cuál convergen cosas tan variadas como el
perjuicio sistemático producido por la corrupción a distintos niveles, la
impunidad y ostentación de los privilegiados de la política y el dinero, el
cotidiano oprobio de contemplar la opulencia desde la miseria, o el abuso y
racismo de muchos extranjeros que vienen a México. Estas tensiones permanentes
hacen crisis de vez en vez, dando lugar a hechos como los referidos antes.
Pero el descontento acumulado tiene
otros efectos. Incide especialmente sobre las decisiones de una clase política
que, carente en general de proyectos programáticos reales, buscan paliar el
enardecimiento social con golpes de imagen más que con cambios de fondo. Tal es
el caso de la reforma recientemente aprobada por el Congreso del Estado de
Yucatán para eliminar el fuero de los representantes populares.
El fuero constitucional, la
inmunidad parlamentaria o edilicia, no se identifica, ni en las leyes ni en los
hechos, con la impunidad. Lo que significa es que la autoridad que detenta el
uso de la fuerza pública -el poder ejecutivo- no pueda detener ni sancionar a
quienes forman parte de congresos o cabildos sin que haya una causa grave para
ello. ¿Por qué? Porque la ley tiene que garantizar el debido funcionamientos de
esos órganos, en los que se deposita la representación de todos los electores.
Tiene que evitar que el poder ejecutivo -federal, estatal o municipal- o a través
de éste el judicial, puedan alterar la función y representatividad de otro
poder -el legislativo- o de un órgano colegiado de representación popular -el
cabildo. No puede por tanto permitir, por ejemplo, la deteniendo por asuntos
menores y directamente sin fundamento de diputados o regidores. Pero la ley sí
permitía actuar contra los electos cuando haya causas graves. Sin embargo, si
el ordenamiento se hubiera quedado en eso, hubiera bastado que la autoridad que
deseara interferir el funcionamiento del congreso o del ayuntamiento declarara
que se actuaba porque se consideró que había causas graves. En consecuencia, la
ley depositaba en el Congreso del Estado la facultad de valorar la gravedad de
las acciones imputadas a los electos, garantizando así la división de poderes.
Hasta acá la ley.
En los hechos, en el México
contemporáneo, el fuero constitucional no ha sido, ni siquiera en casos
aislados, un instrumento para que nadie logre la impunidad. Simplemente no
ocurre. Por el contrario, funcionarios electos de todos los niveles han sido
privados del fuero ante acusaciones graves, incluyendo ocasiones en los que,
posteriormente, el acusado demostró no ser culpable. La lista incluye casos tan
variados como Manuel Muñoz Rocha, por el asesinato de Francisco Ruiz Massieu;
Lucero Sánchez, diputada acusada de tener vínculos con el Chapo Guzmán; René
Bejarano, por el caso Ahumada o incluso Andrés López Obrador, por desacato.
La derogación del fuero, en la
medida en que es recibida por una masa iracunda, es aplaudida con entusiasmo.
La aprobación para los políticos por ello generada es, sin embargo, nula. Se
recibe con la satisfacción de la afrenta cobrada, bajo la creencia de que se
hace a los corruptos más vulnerables a la acción de la ley. Falsa ilusión. El
fuero inconstitucional, el que no viene con los votos sino con el dinero y el
poder real, no prescribe con los trienios ni puede ser retirado por el
Congreso. Ese sí significa impunidad. Hacer hoy más débiles a los electos
frente a quienes no necesitan elección no ayuda a que la mayoría de la población
mejoré sus condiciones de vida. Por el contrario, fortalece el estado de cosas
al hacer más vulnerables a quienes podrían oponerse a él. La derogación del
fuero debilita la democracia y resta poder a la gente, aunque el analfabetismo
ciudadano permita que una mayoría se entusiasme.