Conflicto de intereses: el PRI

Uuc-kib Espadas Ancona
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Por: Uuc-kib
Espadas Ancona.

Casi hasta el final del régimen
de partido de Estado, ser candidato del PRI significaba automáticamente la
obtención del cargo correspondiente, especialmente en las elecciones más
importantes (desde alcalde de capital hasta Presidente de la República). El
conjunto de esas candidaturas reflejaba un complejo entramado de factores, que
incluían, entre otras, cosas tan variadas como el mérito partidista, la fuerza de
distintos grupos, la cercanía con los predecesores, la satisfacción de cuotas
internas y, muy especialmente, el favor del gobernador o el presidente, según
el puesto del que se tratara. Por supuesto, todo conflicto y desacuerdo era
resuelto inapelablemente y en última instancia por el presidente de la República,
en su condición de jefe de partido. Mientras la baja competitividad de la
oposición duró, el mecanismo funcionó, logrando sostener la hegemonía nacional
de un PRI estable a lo largo de décadas. Sin embargo, esta condición comenzó a
cambiar a partir de 1988.

En el momento actual, el
proceso real de selección de candidatos del otrora partido invencible es
sustancialmente distinto del de aquellos años. Fundamentalmente, la inmensa
mayoría de las postulaciones del PRI han dejado de ser garantía de ocupación
del cargo en disputa, llegando algunas a volverse lo contrario. El principal
resultado de esto es que, en la designación de sus candidatos, el antiguo
partido de Estado tiene que considerar el mayor o menor riesgo de derrota que
cada aspirante representa. Esta necesidad, sin embargo, entra en contradicción
con su nueva dinámica partidista: Por un lado, la fuerza y capacidad de
arbitrar del presidente y de los gobernadores se ha recudido -o incluso desaparecido,
cuando estas posiciones son ocupadas por sus adversarios. Por otro, una
diversidad de poderes de facto, desde grupos internos, hasta poderes
económicos, y otros potenciales aliados, han incrementado muy notablemente su
peso en la definición de candidaturas tricolores, no pudiendo ser ignoradas.

En el caso de Yucatán, y con
vistas a la elección de gobernador de 2018, más de una docena de figuras públicas
han manifestado su aspiración de convertirse en el candidato priísta. En los últimos
meses, sin embargo, uno de ellos, Pablo Gamboa Miner, ha sido favorecido por
actos públicos y privados de Enrique Peña Nieto. Con poca sutileza, el
presidente ha hecho saber a propios y extraños que su cercanía con Emilio
Gamboa Patrón es más que suficiente para procurar la postulación de su hijo.
Esta determinación, que en otros momentos hubiera sido la última palabra en la
disputa interna, no marcó, pese a su notoriedad, el fin de la contienda. Frente
a la fuerza del presidente se encuentran hoy, con posibilidad de triunfo, otros
grupos, alianzas y convergencias de intereses, locales y nacionales, que
respaldan a otros pretendientes.

El problema electoral que esto
representa para el PRI no es menor. Convertido el presidente en integrante de
una facción local, el partido tendrá que conjugar esos intereses de grupo con
lo de otros -que sustancian su apoyo en cosas tan variadas como su presencia en
las bases, el favor del gobernador, el apoyo de grupos económicos, su
trayectoria partidista o el mérito político. Así, de forma semejante a lo que
ocurre con el PAN yucateco, la visión de partido, las necesidades estratégicas
de la elección, quedarán subordinadas a las posibilidades de los distintos
grupos de hacer suya la postulación. Más aún, en caso de que el presidente y su
grupo salgan vencedores, el PRI, exactamente igual que el PAN, saldrá a pedir a
la mayoría empobrecida de electores de Yucatán, votar por un joven citadino
privilegiado, cuya vida y aspiraciones personales no guardan relación alguna
con las de la inmensa mayoría de la población, y que es tan desconocedor como
ajeno a sus necesidades.

Curiosamente, la alternativa
estratégica que el PRI estaría desechando es exactamente la misma que el PAN:
postular para la gubernatura a un político con trayectoria y aceptación
estatal, dejando a sus jóvenes de élite para disputarse el electorado
emeritense. Al menos hasta que éste se dé cuenta de que necesita otro tipo de
gobernantes.

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