Carta desde el exilio

Adolfo Calderón Sabido
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Fragmento de novela inédita sobre la vida de Salvador Alvarado en la que Olegario Molina figura como uno de sus personajes.

Por: Adolfo Calderón Sabido.

Estimado Enrique:  

He de confesarte con nostalgia que extraño la ciudad y que tengo miedo de no poder volver. Esta carta puede comprometernos o, lo que es peor, mostrar algún signo de debilidad. Destrúyela.

No quiero adelantar detalles que puedan enturbiar mis planes. En un plazo muy corto te enviaré otra, donde te explicaré el primer paso de nuestra estrategia.

Ya me enteré de la escena dolorosa del destierro. El puerto abarrotado de familias huyendo de las garras de quienes intentan destruirnos; me dicen que, al momento de soltar los cabos, desde las entrañas del Sinaloa las señoras con ojos enrojecidos miran al Puerto de Progreso desaparecer en la distancia mientras el barco se desliza hacia el exilio.

En tanto escribo, no puedo dejar de sentir añoranza, no puedo dejar de repasar los acontecimientos, ¿Que pudimos hacer diferente para no llegar a esto? Llego a la conclusión que nada. México es un país centralista y los gobiernos de los Estados son tan frágiles como una lámpara de Baccarat.

¿Te acuerdas cuando los oportunistas de la fauna política me juraban lealtades?

Ahora sé, mi estimadísimo Enrique, que el halago es como un perfume que debe de olerse, pero no tragarse.

¿Sabes de qué me acordé? De aquella tarde en mi hacienda. Recuerdo cada detalle. El jardín salpicado con setos de aves de paraíso, bugambilias y tulipanes; El jaguar de piedra echando por sus
fauces un chorro de agua donde se refrescaba una docena de pájaros. El espléndido día, la mesa de madera de ciricote y hasta el mantel blanco con los cardenales bordados a punto de cruz. Las flores recién cortadas en los jarrones, la vajilla y las copas que trajimos de Europa. La servidumbre vertiendo el agua y el vino, las señoras con vestidos elegantes. El obispo sentado a mi derecha. Todos estábamos en armonía. Ese día las circunstancias políticas estaban por cambiar, lo sabíamos. Nada podrá arrancarnos el poder, dijiste. Nada podrá derrocarnos, pensé, La soberbia es mala consejera, hoy también puedo entenderlo. Ojalá podamos regresar al gobierno para no cometer los mismos errores.

Reconozco que fui un iluso al creer que sería suficiente con financiar al ejército de Argumedo, que resultó un pelotón de indios blandengues. Ya sé que Salvador, el engendro de la patria mediocre, el ídolo de gente ignorante, ha ganado la batalla en Halachó, que sus pandillas de soldados sedientos de sangre acribillaron a cuantos pudieron.

 Me cuentan de la fiesta en Mérida, de la gritería en nuestra Plaza Central cuando Salvador llegó entre aclamaciones salvajes y vivas a la revolución. La muchedumbre agitada, indios ingratos que se postran ante los vencedores y que cambian de héroe como una serpiente muda de piel.

No son casuales los destrozos criminales en la Catedral: los carrancistas llegaron para destruir nuestras creencias. No sonaron las campanas, no hubo tiempo, lo sé todo. La marcha y los discursos en contra del clero; que si la religión es el flagelo del pueblo; que hay que acabar con la casta divina como ahora nos dicen; que la peor lucha es la que no se hace. Puras blasfemias bolcheviques.

 Nada ni nadie impidió que destruyeran a nuestros santos; que la plebe embravecida arrastrara por las calles al Cristo de las Ampollas dejando marcas en la madera como una huella de su ateísmo. Ofensa a los yucatecos en todas sus formas. Me lo contaron todo; la escena de los soldados exaltados, henchidos, maldiciendo al cielo mientras encaramados en sus caballos entraban al templo dejando en las paredes la pestilencia a mierda y a sudor de soldado. ¿Engalanamos tanto la catedral para que terminara siendo la caballeriza de esos huaches?

Es indignante este ataque artero, pero nada me duele más que la parsimonia de los meridanos timoratos. ¿Cómo pudieron permitir que un foráneo atentara contra Dios?

Enrique, no olvides que la religión es nuestro gran cimiento; es urgente estar en constante comunicación con el obispo para organizarnos, ahora que el enemigo está engreído, tenemos que tomar algunas medidas. Recuerda que la intriga causa más bajas que las armas. Si no actuamos pronto, se afianzarán en el poder. Todavía estamos a tiempo de enderezar las cosas, no podemos dar pasos en falso. Tenemos que estar unidos.

Sé también de las infamias. De la reunión de Alvarado con hacendados menores. ¡Ahora resulta que yo monopolizaba el henequén! ¡Que yo esclavizaba a los peones de las haciendas mediante las nohoch y las chichán cuentas! ¡Que por mi culpa algunos hacendados tuvieron que hipotecar sus cosechas! Calumnias de quienes creen que es lo mismo dirigir un ejército que administrar la riqueza. Qué rápido olvidaron
las
obras
que
yo
ordené
construir:  el hospital
O’Horán
en
el
que
se
da
atención
médica
a
los
peones,
el
Observatorio
Meteorológico
que
nos
anticipa
los
desastres
de
la
naturaleza,
las
vías
del
ferrocarril
por
la
que
hoy
se
transportan
miles
de
productos.
Qué
rápido
olvidaron
qué
gracias
a
mí,
somos
hoy
el
estado
más
rico
del
país.
Qué no me vengan
con
cuentos.
En
Yucatán,
el
que
se
muere
de
hambre,
es
por
flojo.

No soy de los que olvidan las injurias. Pobres ilusos. Pronto se darán cuenta de que la democracia es una mujer que no es nada sin un hombre de mano firme.

Las masas no necesitan libertad, las masas necesitan un padre que las guíe.

Que Dios nos ilumine.

Olegario Molina Solís.

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