Pascal Beltrán del Río
Mientras nos entretenemos con la búsqueda del gobernador con licencia Javier Duarte –aquí no está, acá tampoco– y con otros tantos distractores noticiosos, comienza a extenderse por el país un fenómeno muy peligroso: la justicia por propia mano.
Apenas el lunes pasado, aparecieron cuatro cadáveres en la autopista México-Toluca.
Al principio parecía un caso más del uso de una carretera para botar los cuerpos de personas asesinadas. Pero al cabo de unas horas se informó que la historia era más complicada. Los muertos eran presuntos asaltantes que habían sido ultimados por un pasajero que iba armado.
Los indicios apuntan a que una vez, consumado el robo, el vengador bajó del vehículo tras los ladrones –quienes iban armados con navajas y una pistola falsa– y les disparó a corta distancia, para enseguida rematarlos. Luego, recuperó las pertenencias de los pasajeros y pidió al chofer del autobús que arrancara la unidad y lo dejara un poco más adelante en la carretera, donde se esfumó.
En las redes sociales, muchos celebraron la acción del justiciero. “Ahora hay cuatro malandros menos”, festejaron algunos.
Tengo claro que hay una gran irritación en el país por el aumento del delito y la violencia. Asimismo, sé que ha sido común que muchas organizaciones de derechos humanos defiendan más a los victimarios que a las víctimas, lo cual también ha generado molestia.
Sin embargo, debemos tener claro todos que el camino para acabar con el crimen no es matando delincuentes sino exigiendo que la autoridad haga su trabajo, que constitucionalmente tiene la obligación de proteger la vida y los bienes de los gobernados.
Las acciones de venganza contra delincuentes que hemos visto multiplicarse en todo el país son un reflejo del vacío que están dejando autoridades de todos los niveles, que demuestran a diario su incapacidad para aplicar la ley.
Y no veo a los gobernantes preocupados por este fenómeno. No los escucho referirse a él salvo de forma aislada.
Esta misma semana, en Aguascalientes, un grupo de mujeres mató a sartenazos a un ladrón, recién salido de la cárcel, que se había metido a robar a su casa.Teflonicidio, fallaría el juez Filomeno de la Tremenda Corte.
Una mínima revisión de noticias recientes permite hacer un compilado de decenas de casos similares en diferentes entidades de la República, incluso en la Ciudad de México.
Algunos de ellos no han terminado, por fortuna, en el asesinato de presuntos delincuentes, pero está creciendo la tendencia de aplicar la llamada justicia popular –o sea, la que entiende cada quien a su manera– para suplir la incapacidad de las instituciones para aplicar la justicia.
Alertar sobre estos casos de venganza no debe parar en el desgarramiento de vestiduras sino en la exigencia de que la autoridad haga su trabajo. Ella está fallándole a la gente que la eligió, está incumpliendo su deber. Hay que decírselo.
Es muy cómodo para policías y procuradurías dejar que sea la propia gente la que ajusticie a los delincuentes, pero se trata de una aberración.
Tiene que hacerse justicia en el caso de la México-Toluca, lo cual implica saber con precisión qué pasó y aplicar la ley para que cesen los robos a pasajeros y castigar a quien iba armado a bordo del autobús y mató a los asaltantes.
No se trata de condenar a quienes se defienden de la agresión de un criminal –la ley les otorga el derecho de hacerlo– sino de alertar de los peligros que representa la justicia por propia mano.
Hace un año, dos encuestadores fueron asesinados en Ajalpan, Puebla, luego de que los pobladores los confundieron con secuestradores. En agosto pasado se dio una confusión similar en Centla, Tabasco, que por suerte no terminó igual.
Qué grave es que la autoridad no cumpla con su deber de procurar justicia y ni siquiera advierta el fenómeno que está ocurriendo en el país. Habría que recordarle sus obligaciones, que no sólo son de orden reactivo sino preventivo.