Por: Aída María López Sosa.
La muerte es el comienzo de la inmortalidad. Maximilian Robespierre
El 22 de enero pasado, Jorge Ibargüengoitia hubiera cumplido 94 años de no ocurrir aquel fatídico accidente aéreo cuando viajaba de Madrid a Bogotá, rumbo al encuentro de escritores, el 27 de noviembre de 1983, cuando apenas tenía 55 años.
Al adentrarse en la vida de Ibargüengoitia, asombra la concatenación de pérdidas, renuncias, insatisfacciones, reinvenciones, frustraciones y como colofón, el avionazo. Pareciera exagerado, pero si su muerte impacta, impacta aún más su vida. La primera pérdida que tuvo fue la de su padre a los pocos meses de nacido, ocasionando que creciera entre mujeres: su madre y sus tías. Ellas deseaban que fuera Ingeniero por lo que tuvo que dejar su natal Guanajuato para trasladarse a Ciudad de México. El encuentro con Salvador Novo cuando esté llegó a su ciudad para presentar “Rosalba y los llaveros” de Emilio Carballido, fue decisivo para que desertara de la UNAM y se inscribiera en la Facultad de Filosofía y Letras de Mascarones para estudiar Teoría y Composición Dramática; lo que nunca fue bien visto por su familia que lo visualizaba como ingeniero y no como dramaturgo.
Con 23 años de edad y a dos años de graduarse de ingeniero, comenzó su carrera literaria con el maestro que lo marcó en sus años de formación: Rodolfo Usigli, el padre del teatro mexicano: “…él se sentaba en una silla y daba clase y yo me sentaba en otra y le oía..,” cita Ibargüengoitia en el ensayo “Recuerdo de Rodolfo Usigli”, publicado en agosto de 1979 en la revista “Vuelta” (fundada por Octavio Paz), semanas después de la muerte del dramaturgo.
Al ser dilecto de Usigli, este intentó dirigir su ópera prima: “Susana y los jóvenes”, lo que no se concretó porque por aquellas fechas el maestro fue enviado como delegado de México de la Industria Cinematográfica al Festival Cinematográfico de Edimburgo, sin embargo, previo al estreno organizó una lectura con un reparto tentativo entre los que se encontraba Maricruz Olivier. Algo insólito sucedió, Ibargüengoitia al estrecharle la mano ocasionó que una herida que tenía en esta, arrojara sangre directo al ojo de la actriz, quien indignada se retiró para nunca volver. Entre esta cadena de infortunios se sumaron cambios de teatro, renuncia de actores, el viaje de Usigli, entre otros. Finalmente la obra la dirigió Luis G. Basurto sin el éxito apoteótico que esperaban.
Usigli lo consideraba su único alumno verdadero junto con Luisa Josefina Hernández, el amor imposible de Ibargüengoitia referenciada a lo largo de su obra literaria, a veces de manera directa. A pesar de su empeño y dedicación nunca logró complacer a su maestro. La crítica constante al diálogo elíptico de su alumno y a la poca profundidad de los personajes como consecuencia de esto, decantó en que aunado al poco éxito de sus obras de teatro, Ibargüengoitia abandonara para siempre el género después de varios intentos.
Años después, Usigli retornó a Ciudad de México para la inauguración del Teatro Independencia y la puesta en escena de: “Corona de fuego”, obra en verso de su autoría sobre Cuauhtémoc. Para asombro del dramaturgo resultó un fracaso. La crítica fue severa e Ibargüengoitia se sumó a esta en venganza porque su mentor no lo mencionó durante la entrevista que le hizo Elena Poniatowska a pregunta expresa: “¿Y los autores mexicanos, maestro?”, Usigli mencionó a Luisa Josefina y a Raúl Moncada, pero no a él.
Ibargüengoitia se reinventó las veces que fueron necesarias para sobrevivir en el universo literario. Ensayó tonos, inventó anécdotas, probó géneros; escribió comedia musical, cuento, teatro infantil, periodismo, ensayo. Incursionó en la crítica teatral en la Revista de la Universidad de México después de 10 años de fracaso como dramaturgo y varias obras que a la fecha ni se mencionan. En la crítica volcó todas sus frustraciones que redundó en enemistades de quienes habían sido sus compañeros de clase y de teatro.
En 1964 comenzó a escribir narrativa con éxito, género literario que cultivó hasta su muerte 19 años después. En este tiempo alcanzó a escribir el libro de cuentos: “La ley de Herodes” (1967); otro de artículos recopilados “Viajes por la América ignota” (1972) y las novelas: “Relámpagos de agosto” (1964), “Maten al león” (1967), “Estas ruinas que ves” (1974), “Las muertas” (1977), “Dos crímenes” (1979) y “Los pasos de López” (1981). Al momento de su muerte quedó inconclusa “Isabel cantaba”. Varias adaptadas al cine con éxito.
El final de su etapa de crítico también concluyó mal cuando se burló de “Landrú” de Alfonso Reyes -fallecido años antes- exhibida en La Casa del Lago y dirigida por Juan José Gurrola. Si bien la revista no lo censuró, en la misma edición Carlos Monsiváis respondió. Después del incidente publicó un último texto a manera de despedida intitulado: “Oración fúnebre en honor a Jorge Ibargüengoitia”.
No se puede asegurar de manera absoluta que la forma de morir sea devenir del tipo de vida que se lleva, porque no siempre se corresponden vida y muerte. Sin embargo, en este caso, una vida con tantos infortunios y sinsabores tuvo la muerte perfecta para redondearla. Jorge Ibargüengoitia no nació con estrella, pero murió estrellado.