Editorial La Revista Peninsular
Escribir sobre Fátima con la cabeza y no con el corazón es faltarle el respeto a la infante, porque la cabeza la debimos usar hace mucho tiempo para detener la violencia que le cobró la vida.
Desde antes que el mundo se indignara por las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, la sociedad mexicana ya era consciente del cáncer que se propagaba en el territorio nacional, y en esa conciencia nos resignamos a ser testigos de cómo escalaba la crudeza de los actos cometidos contra la integridad de las mujeres.
Por años observamos estrategias de seguridad que no lograron detener los borbotones de sangre que ahogaban al país, y en los últimos meses hemos observado estáticos cómo está violencia se consolidaba contra los niños, como en la matanza de la familia LeBarón, por mencionar uno de los múltiples trágicos casos que han ocurrido recientemente.
En una sociedad tan polarizada como se encuentra actualmente la nuestra, lo primero que se hace ante un crimen de tal magnitud es señalar a culpables para hacer valer la narrativa propia; la tortura que sufrió Fátima es usada como municiones en la guerra mediática que se pretende presentar como debate público. Probablemente, el motivo por el que las personas se apresuran a condenar es porque la realidad es demasiado incómoda para ser asimilada.
¿De quién es culpa de que Fátima haya sido ultrajada por monstruos de carne y hueso que habitan entre nosotros? No es de la escuela, quien no cumplió con el protocolo de seguridad referente a la entrega de menores; ni del Ministerio Público, quien se demoró en iniciar la búsqueda de la niña luego de la denuncia de la familia; tampoco es culpa del presidente, quien parece no darse cuenta de que su narrativa laxa ante la violencia solo alienta a los criminales, y despierta a las bestias. No, el martirio que Fátima sufrió en sus últimos momentos de vida rebasa a cualquier institución pública.
La culpa es de todos quienes le debemos algo a este suelo rojo; es de todos quienes, por algún motivo u otro, fuimos concebidos bajo esta patria tricolor; es de todos quienes se hacen llamar mexicanos.
El suplicio por el que pasó Fátima hace que su muerte no solo quede grabada en la historia como evidencia de un estado fallido, sino que refleja la sociedad descompuesta de la que somos responsables. Todos quienes habitamos este territorio somos culpables de alguna manera u otra, porque día a día contribuimos a la cultura de violencia que hemos hecho parte de nuestra identidad nacional. Nuestras rutinas colectivas y nuestra dinámica social están creando demonios hambrientos de sangre y dolor.
Juntos, como sociedad, estamos produciendo a mexicanos que no valoran la vida, y que son capaces de torturar a un niño hasta la muerte. No es el gobierno, el neoliberalismo, ni la mafia del poder, somos todos nosotros. Si un ser humano es capaz de atentar contra un infante de esa manera, fallamos todos como sociedad. Somos unos animales.